viernes, 18 de octubre de 2013

Fuegos. Marguerite Yourcenar

El amor total se impone a su víctima como una enfermedad y como una vocación.

El amor por una persona determinada, aun siendo tan desgarrador, no suele ser sino un hermoso accidente pasajero.

Cuando estás ausente, tu figura se dilata hasta el punto de llenar el universo. Pasas al estado fluido, que es el de los fantasmas. Cuando estás presente, tu figura se condensa; alcanzas las concentraciones de los metales más pesados, del iridio, del mercurio. Muero de ese peso, cuando me cae en el corazón.

Soledad... Yo no creo como ellos creen, no vivo como ellos viven, no amo como ellos aman... Moriré como ellos mueren.

El alcohol desembriaga. Después de beber unos sorbitos de coñac, ya no pienso en ti.

Se arranca mediante la huida a su espantoso futuro.

Uno sólo muere cuando está solo.

Nunca seré vencida. Sólo a fuera de vencer. Puesto que cada una de las trampas que sorteo me encierran en el amor, que acabará por ser mi tumba, terminaré mi vida en un calabozo de victorias. Sólo la derrota encuentra llaves y abre puertas. La muerte, para alcanzar al fugitivo, se ve obligada a moverse, a perder esa fijeza que nos hace reconoce en ella al duro contrario de la vida.

La muerte no hace sino prolongar en el otro mundo los corredores de la huida.

La muerte para acabar conmigo tendrá que contar con mi complicidad.

No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón.

Como las campesinas que visten de mujer a sus hijos enfermos para despistar a la Fiebre, ello lo había vestido con sus túnicas de diosa para engañar a la Muerte.

La lealtad residía en aquellos ojos que permanecían límpidos ante el amasijo de mentiras.

Por mucho que yo cambie, mi destino no cambia. Cualquier figura puede inscribirse en el interior de un círculo.

Un niño es un rehén. La vida nos tiene atrapados.

Muchos hombres se deshacen, pero pocos hombres mueren.

No darse es seguir dándose. Es dar nuestro sacrificio.

No tengo miedo de los espectros. Sólo son terribles los vivos, porque poseen un cuerpo.

Nadie puede matar a la luz; sólo pueden sofocarla.

Se llega virgen a todos los acontecimientos de la vida. Tengo miedo de no saber cómo arreglármelas con mi dolor.

Un dios que quiere que yo viva te ha ordenado que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir.

Los pinos arrancados de raíz lloraban desconsoladamente su resina sacrificada.

Ardiendo con más fuegos... Animal cansado, un látigo de llamas me azota con fuerza las espaldas. He hallado el verdadero sentido de las metáforas de los poetas. Me despierto cada noche en el incendio de mi propia sangre.

Los cristianos rezan ante la cruz y la besan. Les basta ese trozo de madera, aun cuando de él no cuelgue ningún Salvador. El respeto debido a los ajusticiados acaba por ennoblecer el inmundo aparato del suplicio: no basta con amar a las criaturas; hay que adorar asimismo su miseria, su envilecimiento, su desdicha.


Toda mujer que ama es una pobre inocente.

Moscas de fuego palpitaban en la tierra como si fueran astros, así que él parecía sumergirse en el cielo.

No hacemos más que cambiar de esclavitud.

La sala de los pasos perdidos.

Un viento de muerte horadaba los cielos, desgarrándolos como si fueran un velo; el mundo se vencía en el lado de la noche.

El hijo del carpintero expiaba los errores que su Padre eterno había cometido en sus cálculos. Yo sabía que nada bueno podría nacer de su suplicio: el único resultado de aquella ejecución iba a ser mostrar a los hombres que es fácil deshacerse de Dios.

La palidez de la muerte permanecía en él, de suerte que parecía haberse disfrazado de lirio.

Pero ese Dios que todo me lo quitó no me lo ha dado todo.

Se dice: loco de alegría. También se podría decir: cuerdo de dolor.

Morir puede detener el tiempo.

Para aquellos que sufren, el tiempo no existe: se anula a fuerza de precipitarse, pues cada hora de un suplicio es una tempestad de siglos.

Del dolor sé lo que enseñan su contrario, del mismo modo que por la vida sé las pocas certezas que tengo, que ya tengo de la muerte.

Cada uno de nosotros, inclinado hacia el suelo hasta tocar su sombra, cargaba con el sol, como si fuera un pesado fardo.

Siempre llega un momento en que se aprende a callar, tal vez porque al fin uno es digno de escuchar por haber aprendido a mirar fijamente algo inmóvil, y esa sabiduría debe ser la de los muertos.

El amor es un castigo. Somos castigados por no haber podido quedarnos solos.

El hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas.

Ya que Tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso, de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas.

¡Qué insípido hubiera sido ser feliz!

La espiral de la escalera se parece de repente a los anillos de una serpiente.

Cuelgan los vestidos como si fueran suicidas.

No me mataré. Se olvidan tan pronto de los muertos...

Que no se acuse a nadie de mi vida.



Fuegos. Marguerite Yourcenar. Editorial Aguilar. 2013



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